Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA CONQUISTA DE MEXICO



Comentario

Las guerras


Los reyes de México tenían continua guerra con los de Tlaxcallan, Pánuco, Michuacan, Tecoantepec y otros para ejercitarse en las armas, y para, como ellos dicen, tener esclavos que sacrificar a los dioses y cebar a los soldados; pero la causa más cierta era porque ni les querían obedecer ni recibir sus dioses; pues el estilo por donde crecieron todos los mexicanos en señoría fue por dar a otros sus dioses y religión, y si no les recibían rogándoles con ellos, les hacían guerra hasta sujetarlos e introducir su religión y ritos. Movían también guerra cuando les mataban sus embajadores y mercaderes; pero no la hacían sin antes dar parte al pueblo, y aun dicen que entraban en la consulta mujeres viejas, que, como vivían más que los hombres, se acordaban de cómo se habían hecho las guerras pasadas. Determinada, pues, la guerra, enviaba el rey mensajeros a los enemigos a pedir las cosas robadas, y tomar alguna satisfacción de los muertos, o requerir que pusiesen entre sus dioses al de México, y también porque no dijesen que los cogían desapercibidos y a traición. Entonces los enemigos que se sentían poderosos a resistir, respondían que aguardarían en el campo con las armas en mano; y si no, reunían muy buenos plumajes, tejuelos de oro y plata, piedras y otras cosas de precio y se las enviaban, y pedían perdón, y a Vitcilopuchtli, para ponerlo y tener igual de sus dioses provinciales. Tomaban a los que hacían esto por amigos, y les imponían algunos tributos; a los que se defendían, si los vencían, los tenían por esclavos, que llamaban ellos, y les eran muy pecheros. Al soldado que revelaba lo que su señor o capitán quería hacer, lo castigaban como a traidor, y con gran crudeza; pues le cortaban entrambos brazos, las narices, las orejas, o las manos por junto al codo y los pies por los tobillos; en fin, lo mataban y repartían por barrios, o por escuadrones si era en los ejércitos, para que llegase a conocimiento de todos; y hacían esclavos a los hijos y parientes, y a los que habían sido sabedores de la traición. Los que andaban en guerra no bebían vino que emborrachase, sino el que hacían de cacao, maíz y semillas. Se emplazaban unos enemigos a los otros para la batalla, la cual siempre era campal, y se daba entre términos. Llaman quiahtlale al espacio y lugar que dejan yermo entre raya y raya de cada provincia para pelear, y es como sagrado. Juntas las huestes, hacia señal el rey de México de arremeter al enemigo, con una caracola que suena como corneta; el señor de Tezcuco, con un atabalejo que llevaba echado al hombro, y otros señores, con huesos de pescados que chiflan mucho como caramillos; al recoger hacían otro tanto. Si el estandarte real caía en tierra, todos huían. Los tlaxcaltecas tiraban una saeta; si sacaban sangre al enemigo, tenían por muy cierto que vencerían la batalla y si no, creían que les iría muy mal; aunque, como eran valientes, no dejaban de pelear. Tenían por reliquias dos flechas que dicen que fueron de los primeros pobladores de aquella ciudad, que habían sido hombres victoriosos. Las llevaban siempre a la guerra los capitanes generales, y tiraban con ellas o con una de ellas a los enemigos para tomar agüero, o para encender a los suyos a la batalla; unos dicen que las echaban con traílla, para que no se perdiesen; otros que sin ella, para que su gente, al arremeter en seguida, no diese lugar a los contrarios a que la cogiesen y rompiesen. Daban gritos, que los ponían en el cielo cuando acometían; otros aullaban, y otros silbaban de tal suerte, que ponían espanto a quien no estaba hecho a semejante gritería. Los de tierra de Teouacan tiraban de una vez dos, tres y cuatro flechas; todos en general llevaban aseguradas al brazo las espadas; huían para revolver de nuevo y con mayor ímpetu; preferían cautivar que matar enemigos; jamás soltaban a ninguno, ni tampoco lo rescataban, aunque fuese capitán. El que prendía señor o capitán contrario, era muy galardonado y estimado; quien soltaba o daba a otro el cautivo que prendía en batalla, moría por justicia, por ser ley que cada uno sacrificase sus prisioneros; el que hurtaba o quitaba por fuerza algún preso en guerra, moría también, porque robaban cosa sagrada y la honra, y, como ellos dicen, el esfuerzo ajeno. Mataban a los que hurtaban las armas del señor y capitán general o los atavíos de guerra; porque lo tenían por señal de ser vencidos. No querían, o no podían, los hijos de señores, siendo mancebos, llevar plumajes, vestidos ricos, ni ponerse collares ni joyas de oro, hasta haber hecho alguna valentía o hazaña en la guerra, matado o prendido a algún enemigo. Saludaban antes al cautivo que a quien le cautivó, y toda la tierra le daba el parabién al tal caballero, como si triunfara. De allí en adelante se ataviaba ricamente de oro, pluma y mantas de color o pintadas; se ponía en la cabeza ricos y vistosos plumajes, atados a los cabellos de la coronilla con correas coloradas de tigre; que todo era señal de valiente.